domingo, 3 de junio de 2012

La princesa y el toro

(Cuento escocés) Hace muchos, muchos años, vivía una princesa, hija única, a cuyo bautizo acudieron las hadas, concediéndole toda clase de dones, desde la belleza, hasta el sentido común. La última de las hadas le dio, además, tres pelotas de oro, y vaticinó:
—Las necesitará, si sabe usar el don del ingenio que le he concedido, y le darán la felicidad y la fortuna.

La niña vivió durante mucho tiempo, alegre, dulce y feliz; se la veía siempre con sus tres pelotas de oro, que continuamente arrojaba al aire y recogía, sin per­mitir que tocaran la tierra. Era dichosa y sus brillantes pelotas se le parecían, pues acaparaban el más pequeño rayo de sol, haciéndolo su prisionero... Cumplió nues­tra princesa los dieciséis años, sin que nube alguna empañara su feliz existencia.

Pero, precisamente al llegar a esa edad, empezó a notar que sus padres, el rey y la reina, estaban tris­tes y preocupados, aun cuando tenían buen cuidado de no decirle nada que pudiera apenarla, ni permitían que se hablara una palabra sobre las causas de esta primera nube.
Paseaba un día la princesa por los jardines, jugando, como de costumbre, con sus pelotas de oro, cuando escuchó un llanto y encontró a una joven medio escon­dida entre los arbustos.
—   ¿Por qué lloras? —preguntó la princesa, decida.
—No me atrevo a decírtelo —sollozó la doncella ­Mi padre es el jardinero del rey, y la semana próxima debería casarme con un joven y valiente pastor que me ha amado desde que éramos niños. Pero ahora…
Estalló la muchacha en lágrimas, como si tuviera el corazón destrozado, y la princesa no logró sacarle una palabra más.

Regresó, triste, al palacio, deseando hacer algo por la moza que tanto sufría. Al día siguiente, sin embargo, al brillar el sol, pareció recobrar toda su alegría y salió al jardín llevando sus pelotas de oro. Ordenó a sus doncellas que le prepararan el vestido blanco, adornado con hilos de plata; pero, confusas, le dijeron que, como el traje no había sido del gusto de la reina, había sido devuelto a la modista de palacio.

La princesa se sintió sumamente sorprendida; luego, para colmo de males, recibió del rey la orden de no abandonar su habitación en todo el día y de mantener corridas las cortinas. Estaba perpleja, pero como era dócil y obediente, no se asomó para nada a la ventana, ni siquiera cuando, cerca del mediodía, escuchó ruido de cascos de caballos y el murmullo de mucha gente que lloraba, quedamente, arremolinada en el patio del palacio. Volvió a reinar el silencio al caer la noche; y al día siguiente, todo aparecía como de costumbre, y la corte entera respiraba tranquila, como si hubiera escapado a un gran peligro.

Sin embargo, no duró mucho esta calma, pues unos días más tarde se notaba una gran agitación, y al diri­girse la princesa al jardín con sus pelotas de oro, escuchó otra vez un llanto y encontró a una jovencita escondida entre los arbustos.

 ¿Por qué floras? —preguntó la princesa, extrañada.
—No me atrevo a decírtelo —sollozó la moza—. Mi madre es la encargada de los gallineros de la reina, y la semana próxima debería casarme con un joven y valiente cazador que me ha amado desde que éramos niños. Pero ahora...
Estalló la joven en sollozos, como si tuviera el corazón destrozado; la princesa no logró oír una palabra más, ni de ella ni de ninguna de las personas que la rodeaban.
Al día siguiente, sin embargo, la princesita estaba de nuevo feliz; pero se sintió muy sorprendida y preocu­pada, cuando, al mandar por su nuevo traje blanco, ribeteado de oro, le contestaron que había desaparecido. Llegó después un mensaje del rey, ordenándole que pasara el día entero en su habitación y que por ningún motivo abriera las cortinas.

Esta vez, la princesa no pudo resistir la curiosidad cuando escuchó gritos y lloros en el patio del palacio; y asomándose por entre las cortinas, contempló una extrañísima escena: en ambos lados del patio, había una fila de soldados; en las escaleras que conducían al palacio, lloraban el rey y la reina; y, frente a ellos, alza­ba el testuz un enorme toro. Era de un obscuro color castaño y escarbaba la tierra, impaciente; pero lo más extraordinario de todo, era que sobre el lomo del ani­mal se sentaba una joven que parecía ser la princesa misma y hasta llevaba su desaparecido vestido blanco; el rostro de la doncella, sin embargo, aparecía cubierto por un tupido velo.


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