Los fenicios y sus émulos tagangueros
Por José Alejandro Vanegas Mejía
El mar ha sido un elemento esencial en el desarrollo de la humanidad. Los pueblos guerreros de la antigüedad vivieron su gloria gracias, en gran medida, a las bondades que los puertos y ciudades les brindaron.
Los fenicios fueron navegantes eximios. El comercio era una de sus grandes pasiones y favoreció siempre su dominio y hegemonía sobre otros pueblos; pero la guerra, otra de sus fortalezas, los consolidó e hizo respetables ante sus enemigos. Es, pues, la navegación el factor determinante de su notable poderío.
Pero ese mismo mar, que le facilitó tantas conquistas guerreras, fue el camino expedito que aprovecharían sus enemigos u opositores para atacarla. Por vía marítima les llegó la invasión de los persas. Más tarde, cuando Cartago --hija predilecta de Fenicia-- estuvo en la mira de los romanos, el mar sirvió nuevamente de ruta para su destrucción.
Que estas cortas notas históricas sirvan para introducir un tema relacionado con comunidades asentadas frente al mar y que derivan de él su subsistencia. ¡Cuánta distancia hay entre los antiguos fenicios y los pueblos costeros de nuestro país! Distancia que se magnifica más en el tiempo, pues las acciones bélicas de Alejandro Magno, Amílcar y Asdrúbal Barca y aun de Escipión el Africano, son gestas que se remontan al siglo III antes de la era cristiana.
Pero entre nosotros, en la actualidad, algunos pequeños grupos de pescadores conservan la tradición de armadores, y agotan sus energías --y su vida entera-- en labores relacionadas con el mar.
La construcción, calafateo y refine de naves artesanales todavía son actividades de pescadores que se resisten a dejar morir el arte de la navegación a remo.
Desde años inmemoriales los pescadores de Taganga desarrollaron labores en ese coloso que casi besa sus rústicas viviendas. Con el tiempo las cosas han cambiado: llegó el llamado progreso, que poco a poco se ha propuesto borrar los vestigios que aún quedan de una época bucólica que, como la verdolaga y el abrojo, se asoma rebelde por entre el pavimento.
En la Taganga de hoy, después de sortear establecimientos que nos muestran los últimos avances de la modernidad, de la 'tecnología de punta' y de hoteles, hostales y posadas de varias estrellas, todavía podemos encontrar sitios, muy pocos, en verdad, que nos dan una idea de lo que en sus orígenes fue este antiguo remanso de paz.
Los ancones que aún subsisten no han variado en su esencia: los vigías otean permanentemente el mar y avisan al resto del grupo sobre la presencia del esperado y ansiado cardumen. Pocos minutos después, la apoteosis del triunfo o la decepción por la pírrica o ausente victoria. Para el pescador taganguero ambas opciones hacen parte del diario trajinar.
Otra de las actividades que no deben desaparecer es la construcción de botes y canoas para la dura pesca. Es esta la labor que más asemeja a los tagangueros con los fenicios: a partir de un gran tronco los esforzados 'ingenieros navales' logran tallar una embarcación que en muchos casos rebasa las cuatro brazas, cerca de siete metros de longitud.
En esta labor tiene gran responsabilidad el 'refinador'. Con el dominio experto de sus herramientas --la gubia, el serrucho y la garlopa, entre ellas--, el experto artesano se abstrae del mundo circundante y concentra sus sentidos en la tarea que lo ocupa.
Tal era el caso de Esteban Mattos, ya fallecido, patriarca taganguero que, aun bordeando sus ochenta años, no se dejaba perturbar por las preguntas de personas que deseaban conocer intimidades del oficio.
Ofrecía información sobre la antigua aldea, sobre los ancones y aventuras propias y ajenas en el mar, pero su faena diaria, como la de los fenicios, era su principal preocupación. De las manos de Esteban Mattos salieron numerosas embarcaciones, refinadas con esmero después de jornadas interminables, requeridas para cumplir su palabra en la fecha prometida.
Dejar las paredes de una canoa con el espesor exacto en cada centímetro de la nave fue en gran parte el oficio del viejo Esteban. Le sobraba, sin duda, el moderno reloj Rolex que le habían obsequiado. Puede decirse que no lo consultaba, tal vez por temor a interrumpir su tarea cuando más concentrado en ella se encontraba.
Los fenicios nunca pensaron que en un lugar de ensueño, en la costa norte colombiana, surgirían émulos suyos en el arte de conquistar el mar surcando sus olas sobre el lomo de embarcaciones construidas por ellos mismos.
Es el testimonio que los tagangueros pueden aportar a la historia de la navegación antes de que sus botes y canoas sean desalojados de sus propias playas por el mal llamado desarrollo de las nuevas comunidades.
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