Cuando toca el acordeón el dios de la música se mete en su cuerpo y lo domina. Se abstrae escuchando sus propias melodías y todo lo que ocurre a su alrededor es ajeno a él. Su cerebro se divide en dos, una parte para cada mano. Pero su alma se marcha lejos de su cuerpo, que se mueve al son de la música que toca, sin moverse de la silla. Vals, polcas, tarantelas...todo sale del movimiento rítmico de sus dedos y sus brazos. Sus manos se mueven con agilidad por las teclas y aunque da la sensación de que las acaricia, toda la fuerza de su cuerpo se concentra en ese movimiento.
Mientras la música sale del instrumento, sus pies marcan el ritmo. Se mueven como si tuvieran vida propia, independientes del resto de su cuerpo.La habitación se llena de imágenes pertenecientes a los lugares de donde provienen los ritmos que toca. Cuando se le escucha uno puede imaginar un puente de París un día de lluvia. La melodía es lenta, triste y melancólica; y se acompasa al ritmo de la lluvia. La gente camina por el puente a paso rápido. Algunos llevan paraguas y otros no. Todos pasan de largo por delante del acordeonista, que no para de tocar, a pesar de la lluvia. Se refugia debajo del soportal de un edificio y toca y toca sin parar.
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